Cuando nos quedamos embarazadas de un segundo o tercer hijo, la mayoría de mujeres pensamos que no será posible quererlo igual que al primero. Deshacernos igual con su mirada, con su olor, la misma ilusión en verlo crecer… Tampoco nos cuidamos igual, ya no podemos estar horas sólo sintiendo sus pataditas, y a menudo no hacemos ninguna actividad, ni preparación al parto; y nos sentimos culpables con ese hijo que llevamos en el vientre.
Estamos tan volcadas en la crianza del primero, que del embarazo del segundo casi que no nos acordamos.
Pero después del parto… todo cambia. Nos volvemos a enamorar de ese olor celestial a recién nacido y de esa mirada llena de pureza. Y ahora nos sentimos culpables por ese hijo mayor, al que no podemos atender, que tiene más rabietas que nunca, grita y salta al lado del bebé que duerme y que a nuestros ojos se ha convertido en el mismísimo «Conan el Bárbaro».
Y es que las mujeres, por desgracia y por herencia, tenemos esa tendencia, culpabilizarnos.
Pero los días pasan, tus hormonas se estabilizan y es entonces, cuando te das cuenta de que el amor no se ha dividido, sino que se ha multiplicado y que puedes amar sin límites a dos, a tres… Puedes amar con la misma intensidad, ¿pero amas de la misma forma?
Yo amo a mis tres hij@s en distintos colores. Jamás podré escoger a uno antes que a otro. La intensidad es la misma, los colores, distintos.
A ti Zoe, te amo en rojo porque tú me hiciste madre, porque tu fuerza prendió en llamas mis entrañas y jamás volveré a ser la misma; porque por ti he luchado espada en mano y porque tus ojos me recuerdan a la fuerza ardiente de las mujeres.
A ti Pep, te amo en amarillo porque nuestro amor es alegre y brilla como el sol; porque cada día me recuerdas que la vida es preciosa y divertida.
Y a ti Cai, te amo en azul porque eres calma y pausa, porque eres tibio y suave y porque, como tercer hijo, mi maternidad es en ti más serena.
Y es que, en nuestro corazón infinito de mujer, nacen estos hilos invisibles. Suelta la culpa y disfruta de los colores.